A
pesar de que el cine de terror japonés es conocido por muchos gracias a
películas recientes como Ringu o La maldición, el cine nipón cuenta con
una larga y rica tradición cinematográfica dentro de este género,
particularmente dentro del kwaidan eiga
o “cine de fantasmas”. Títulos como Onibaba
o Kuroneko (Kaneto Shindo) o la
siempre extraña Cuentos de la luna pálida
de agosto (Ugetsu monogatari, de Kenki Mizoguchi) son una buena manera de
entender tanto el cine de este país como las formas literarias y teatrales en
las que está basado.
En
1964 y buscando nuevas formas de expresión cinematográfica Masaki Kobayashi (Seppuku, Samurai Rebellion) presenta Kwaidan, película de terror basada en
cuatro relatos fantásticos del folclore tradicional japonés que fueron
recopilados junto con muchos otros por Lafcadio Hearn a finales del siglo XIX.
El resultado fue una película diferente, increíble y extraña que cautiva la
imaginación y nos lleva a ese “otro lado” fantasmal para inquietarnos y
fascinarnos más que para aterrorizar.
La
primera historia “El pelo negro” nos habla de un hombre que decide abandonar a
su mujer para huir de la pobreza en la que viven. Con el tiempo comprenderá su
error y decidirá volver con ella para permanecer siempre a su lado.
“La
mujer de la nieve” nos narra el encuentro de un joven leñador con una bella
pero letal joven que habita en los
parajes helados y congela la sangre de los que se encuentra.
“Hoichi,
el hombre sin orejas” nos habla de un músico ciego con gran talento para
recitar la canción sobre la derrota del clan Heike, acaecida siglos atrás. Este
talento atrae la atención de los fantasmas Heike, que le reclaman todas las
noches para que toque su canción a los más altos dignatarios espectrales.
“En
una taza de té” cuenta los problemas que vivirá un viejo samurái cuando un
extraño rostro aparece reflejado en el fondo de su cuenco de té.
Aunque
quizás no tan rica en realización como otros de los trabajos de Kobayashi,
Kwaidan es un prodigio en lo que a fotografía, puesta en escena, diseño de
producción y sonido se refiere, todo al servicio de ofrecer esa atmósfera espectral
que las cuatro historias piden a gritos. El conjunto final de todos estos
elementos resulta tan sólido que cuesta separar una cosa de otra a la hora de
hablar del film.
Por
poner algún ejemplo me viene a la cabeza la escena final de la primera historia
donde el hombre es perseguido por el pelo de su esposa mientras intenta escapar
de su casa que se arruina y envejece (igual que él) a cada segundo. La
cuidadísima fotografía de Yoshio Miyayima, los fantásticos decorados preparados
o la impresionante y extraña banda sonora que Toru Takemitsu compuso para este
film se unen para dar una escena completa, de un terror difícilmente clasificable
y que sirve como magnífica antesala al resto de relatos que vendrán después.
Un
aspecto muy llamativo de la película es que a pesar de tener historias que se
desarrollan en bosques nevados, templos en la selva o incluso batallas navales,
la ausencia de planos rodados en exteriores es prácticamente total, todo ha
sido cuidadosamente preparado en decorados, con fondos pintados para acentuar
las sensaciones a transmitir al espectador, como en el cielo rojo y el agua
ensangrentada de la estilizada pero impresionante batalla naval del clan Heike
o los cientos de ojos pintados en el cielo de la historia “La mujer de la nieve”,
que anticipan el peligro que sufrirán los leñadores además de enrarecer
sobremanera el ambiente de la historia (recurso en el que seguramente Coppola
se fijó y empleó en su Dracula de Bram
Stoker, 1992, de hecho ahora que lo pienso, el film de Coppola tiene mucho
más de Kwaidan de lo que a primera
vista puede parecer…).
Si
tuviera que quedarme con una de las cuatro historias, seguramente “Hoichi, el hombre sin orejas” sea la más
rica de todas. Su fortísimo estilo teatral basado en el Kabuki japonés, su
colorista fotografía, sus decorados que rozan el surrealismo o algunos recursos
de puesta en escena muy interesantes como el joven Hoichi con todo el cuerpo
pintado de oraciones que le guardan de los fantasmas o el interesante plano en
el que se cambia la perspectiva de un personaje a otro: desde Hoichi que siente
al fantasma del samurái buscándole por la casa a la visión del espectro, capaz
solo de ver el instrumento musical del joven así como sus orejas flotando en el
aire.
Hablar
de Kwaidan sin mencionar su banda sonora sencillamente no sería justo. Toru
Takemitsu llena la película con una música y un conjunto de efectos de sonido
que nos transportan inevitablemente a ese mundo de sombras y de lo irreal e ilógico
que Kwaidan representa, jugando y
experimentando con la asincronía constante entre la imagen y el sonido, en
ocasiones de una forma claramente diferenciada y marcada pero en otras de una
forma tan sutil que casi se podría decir que apela a inconsciente del
espectador.
Todo
en su conjunto nos da una presentación única y diferente del mundo fantasmal en
una película que a pesar de ser un poco dura de ver (el ritmo es bastante
pausado y dura casi tres horas), nos compensa con una riqueza visual y sonora
como pocas veces se ha visto en este tipo de cine.
Mucho, muchísimo más se podría decir de esta maravillosa película, ya no solo extendiéndonos en lo que hemos comentado solo por encima, sino en otras muchas cosas como sus fuentes literarias y teatrales además algunos interesantes usos que se le da a los movimientos de la cámara durante la narración, pero mi consejo es que la consigáis cuanto antes y la veáis en una noche tranquila. Espero que, además de disfrutarla, no os pase como a mí, que desde que la vi beber un vaso de agua ya nunca será lo mismo…
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